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El Libro Como Objeto De Arte
por Lydia Rodríguez

<<Un hombre tiene tantas patrias, como lugares en los que haya sido

feliz. Y yo pocas veces he sido tan feliz como con un libro en las manos.>>

José Luis García Martín  

Soy de las que aman por igual la literatura y los libros. Y distingo entre estos dos afectos porque, a mi parecer, ambos deleites pueden darse juntos o separados; sobre todo, porque no todos los libros contienen literatura.

La lectura entraña uno de los placeres más exquisitos y sublimes que existen. La singular experiencia que surge del vínculo lector–libro es única y diferente en cada caso. Por otra parte, también contemplo el libro como un objeto estético en sí mismo, susceptible de ser disfrutado y valorado al margen, muchas veces, de su contenido. Una gran obra no siempre disfruta de una buena encuadernación. Y, viceversa, hay encuadernaciones que son verdaderas joyas cuyo contenido, sin embargo, carece de interés.

El placer estético que nace de la contemplación de un libro trasciende el ámbito de lo propiamente literario. Y pongo aquí, como ejemplo, el caso de la revista Litoral, que más que revista –por su formato y extensión– parece un libro. La revista Litoral hace, desde varios años, las delicias de los sibaritas literarios. La originalidad de sus portadas, el suave brillo de sus páginas, sus fotos e ilustraciones convierten a la revista en todo un objeto de culto. Por ello, puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que Litoral es una de las pocas revistas–libro que aúna calidad, rigor en sus contenidos y belleza.

Una lectura se ama cuando el propio lector se siente afectado o contagiado (como dice Luis García Montero) por la historia que ahí se cuenta. Un libro, por el contrario, se ama por muy diversas razones y con él se establece un vínculo excepcional: a veces se ama un libro porque fue un regalo de un ser especial, por ejemplo, otras veces se ama por su antigüedad, porque fue encontrado en un lugar curioso, o porque en otro tiempo perteneció a alguien a quien amamos o admiramos. Esos casos constituyen lo que yo llamo amores colaterales. Es decir, el amor al libro deviene como resultado de una situación, encuentro o afecto extraordinario.

Los libros ocupan un lugar privilegiado en muchos hogares. Presiden la totalidad de las vitrinas de muchos salones y bibliotecas. Ahí establecen su particular reinado. Y su dueño –que a menudo parece estar al servicio de ellos– mira y vigila con especial recelo el estado y conservación de estas pequeñas obras de arte. De este modo, cada vez somos más los que nos resistimos a prestar libros por temor a que manos ajenas puedan mancharlos, romperlos o, finalmente, perderlos.

Los amantes de los libros disfrutamos frecuentemente con la contemplación silenciosa en bibliotecas y librerías. Así pueden pasar muchos minutos e incluso horas mientras se recorre con la vista o los dedos el lomo de los libros.

En mi biblioteca hay un buen puñado de libros que conforman mi tesoro más preciado. Aquí incluyo obras de autores como Heine o Víctor Hugo, que cuentan con más de 120 años y que me regaló la mujer de un famoso noble español, ediciones de obras de García Lorca en el exilio, o los numerosos volúmenes que me regaló mi admirado poeta y profesor Antonio Jiménez Millán.

Los libros escapan a menudo del valor material o económico. Su valor no puede ser tasado como el de otras obras de arte. Lo que confiere valor al libro es siempre un aspecto subjetivo, sentimental y personal, que anda más cerca del terreno de las emociones que de otra cosa.
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