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11-m: Un Atentado... Una Guerra Encubierta
por Cecilia Díaz

Hoy tenía que decir algo. Quizás mis palabras sean solo una repetición de lo oído en esta jornada y en las que le siguen, en todos y cada uno de los medios de comunicación de este país y del resto del mundo. Una repetición de nuestros pensamientos y emociones encadenados y enlazados a las vías de un tren. Pero sin duda, no podía dejar pasar la oportunidad que este espacio me ofrece para comunicar sentimientos comunes a todos. No podía quedarme en el anonimato de mí quehacer diario, mirar las calles bañadas de un sol tranquilo que me rodean, y continuar mis pasos indiferentes como si nada hubiese pasado. Y es que cuando contemplo este atardecer en el que todo me traslada a una inminente primavera, se me antoja difícil creer que hace apenas unas horas y tan solo a unos kilómetros de aquí, algunos decidieron festejar la explosión de vida que entraña la primavera con muerte.

Decidieron, como si de dioses se trataran, quienes vivirían un mañana y quienes no. Decidieron arrancar vidas de raíz y cosechar terror, rencor y dolor.

Con la palabra guerra encabezaba estas letras. A algunos les parecerá inadecuado esta forma de llamar al atentado que este 11 de Marzo sacudió no sólo a Madrid, sino también a los corazones de todos en su onda expansiva. Pero es así cómo denominamos a situaciones en que un grupo de personas atentan contar la vida de otras en honor a un trozo de tierra, justificadas sus acciones por ideologías donde el territorio vale mil veces más que la vida humana.

En eso consiste la guerra, en asesinar indiscriminadamente en justificación a un territorio, a un ideal... en definitiva a una verdad absoluta.
Me es inevitable no estremecerme ante el dolor humano, ante imágenes demoledoras, difíciles de digerir por nuestras débiles cabezas. Pero sobretodo me es imposible no pararme a reflexionar, en el porqué, en el cómo y en las consecuencias de lo ocurrido.

En mi cabeza una frase se repite: "El dolor nos hace iguales". Sí, no hay duda, el dolor nos iguala. Nos hace conscientes de quienes somos, de la fragilidad de nuestros cuerpos y mentes. Nos solidariza y nos aúna. En un mundo avanzando, a pasos de gigante tecnológicamente, en que todo tiende a ser cada vez más aséptico, vivimos envueltos en una seguridad aparente. Tenemos mejores viviendas, avanzados medios de transporte y hasta hemos llegado a otros planetas. Es un mundo artificial, creado por la mano del hombre. Nos sentimos seguros y fuertes, hasta que en un momento, ante hechos de dimensiones que nos sobrepasan, nos topamos con la realidad. Puede ser un accidente de tráfico, una catástrofe natural u otra ocasionada por la mano del hombre, como en este caso ha ocurrido... De pronto, pisamos el suelo. Conscientes ya de quienes somos, nos miramos cara a cara estupefactos, en estado de shock, ya sin máscaras. Miramos cara a cara a la muerte, a los sentimientos de venganza de nuestros congéneres y a nuestras propios sentimientos de fragilidad, de tristeza y rencor... y casi no sabemos reaccionar. No estamos preparados para ello.
EL PORQUé

Buscar los porqué es siempre una tarea difícil. Una conducta está siempre motivada por un conjunto de variables, y es prácticamente imposible analizarlas todas.

Al margen de las circunstancias políticas y económicas que nos envuelven, me gustaría centrarme en algo más profundo, en la psique del ser humano.

Si volvemos hacia atrás, en la filogenia del ser humano, nos encontramos con que la lucha por el territorio es algo inherente a éste. Defender nuestro territorio y atacar cuando nos sentimos agredidos no es algo nuevo. De hecho nuestras respuestas de lucha y ataque se encuentran reguladas por la parte del cerebro más primitiva: el sistema límbico, y en concreto en una estructura de éste llamada amigdala.

El sistema límbico es anterior a nuestro raciocinio, localizado en el lóbulo frontal. Es decir, nuestras emociones son anteriores a nuestro pensamiento.
El territorio era sinónimo de vida y de supervivencia para nuestros antepasados, aún cuando no habían desarrollado su capacidad de razonar. Paradójicamente, en la actualidad nos sentimos parte de una raza evolucionada, alejados de nuestros ancestros. No estaría mal sentarnos y realmente observar si hay tantas diferencias entre ellos y nosotros.

Nuestras emociones son básicamente las mismas. El elemento nuevo es la influencia del pensamiento sobre la emoción a la hora de realizar una conducta. Y esto no siempre es así. A veces, cuando la emoción es demasiado fuerte ó inesperada, se activa todo el sistema de respuesta fisiológico y conductual sin que la razón le haya dado tiempo a evaluar la situación.

Si por otro lado, observamos la necesidad que busca satisfacer las conductas de ataque, nos encontramos con que en el pasado, la protección del territorio y el ataque hacia los que considerábamos una amenaza, era una necesidad de supervivencia. En la actualidad, el ataque ó protección de nuestro territorio tiene que ver más con satisfacer necesidades de poder y de creencias, al margen de la integridad física que también continúa. Hay una notable diferencia.

A pie de calle se suele especular sobre lo que gobierna el mundo. Para mí, en estos momentos, no hay duda. La pieza fundamental son muestras creencias, que son base de nuestro sistema de pensamiento e influyen directamente en la conducta. Las creencias dominan el mundo.
Nos resulta difícil entender el cómo seres semejantes a nosotros son capaces de realizar actos inhumanos. Sin embargo, no somos diferentes a ellos. Lo único que nos hace distintos, es nuestro sistema de creencias y valores. Tan simple como eso. Nuestras creencias tienen un poder incalculable sobre nuestros actos y pueden llegar a justificar hechos que repugnan a nuestra misma naturaleza. Tal es el poder de la mente.

Hasta aquí hemos hablado de nuestro sistema de lucha primitivo, de las necesidades en la base de este sistema y de las creencias que regulan a estas emociones y que son piezas clave en la regulación de nuestra conducta.

Pasamos ahora al campo de la Psicología Social, en concreto al ámbito de la influencia social, centrándonos en la obediencia. Este tipo de influencia social puede explicar en parte conductas que consideramos atroces.
Los experimentos sobre obediencia fueron desarrollados por Milgran (1974), con el objetivo de analizar los crímenes de obediencia cometidos por los nazis en la Segunda Guerra Mundial.

Milgram creó una situación experimental en la que un sujeto experimental aplicaría descargas eléctricas dolorosas de hasta 450 voltios a otro individuo (éste último cómplice del experimento) bajo las órdenes de una autoridad. El individuo cómplice en ningún momento recibía tales descargas pero actuaba como si así lo fuera, sin que el sujeto experimental fuese consciente de ello. Las descargas subían en intensidad conforme el sujeto iba fallando una tarea de memoria que se le asignaba.

Los resultados del experimento fueron escalofriantes: un 65 por ciento de los sujetos aplicaron las descargas eléctricas hasta el final, aún cuando la vida del cómplice simulaba estar en peligro.

La explicación a este resultado la haya Milgram en la consideración de la obediencia a la autoridad como un hábito, sujeto a las normas interiorizadas de una sociedad compleja.

Kelman y Hamilton (1989), en consonancia con Milgram exponen los procesos que explican el cómo grupos de personas apoyan masacres. Estos procesos serían:
-La autorización: en el momento en que el sujeto asume una autoridad superior se ve libre de toda responsabilidad sobre sus actos.
-La rutinización: obedecer se convierte en un hábito, una rutina.
-La deshumanización: las víctimas antes de ser deshumanizadas son deslegitimizadas, es decir, se convierten en un grupo social que no poseen las características definitorias de un ser humano.

Hasta aquí el intento de poner luz al porqué de una masacre que tardaremos en olvidar. Los porqué no mitigan el dolor, pero nos ayudan a elaborar el duelo.

Pasamos ahora a lo realmente importante: las consecuencias.
EL DíA DESPUéS. LAS CONSECUENCIAS. FASES DEL DUELO

Definitivamente la muerte es un tabú en nuestra sociedad. Es un tema que solemos evitar. Nos incomoda hablar sobre ella, y sin embargo la muerte forma parte de la vida. Es la otra cara de la moneda. De espaldas caminamos inevitablemente hacia ella.
Tras la pérdida de un ser querido, el dolor es inevitable y hasta aconsejable. La elaboración del duelo y su resolución es imprescindible para que tras una situación de crisis avancemos y nos coloquemos en una situación mejor de la que estábamos. Una crisis es siempre una oportunidad para crecer, por muy dolorosa que nos parezca.

A toda perdida le sigue un duelo y no olvidemos que una pérdida no sólo proviene desde una muerte. La ruptura de pareja, el alejamiento de amigos y el paso de unas etapas a otras de la vida, son también pérdidas. De alguna forma siempre estamos en una constante pérdida del presente en pro de un futuro... Y a veces, estos cambios se nos hacen difíciles. La vida es un continuo cambio.

En cuanto a las fases del duelo, los autores convergen en citar las siguientes:
Fase de Shock: aquí son frecuentes los sentimientos de incredulidad, negación, embotamiento afectivo. No nos creemos lo que ha ocurrido y en consecuencia permanecemos como si nada hubiese pasado. Como en un sueño, una pesadilla. Es una reacción normal, una defensa ante un dolor psíquico demasiado intenso para asumir.

Fase de rabia ó cólera: en esta fase comienzan a surgir sentimientos intensos de rabia. Aparecen niveles elevados de ansiedad, fantasías sobre la vuelta del ser querido. Culpa, autorreproches... Y aparece el llanto tras el bloqueo.

Fase de desesperación ó depresión: se hace patente la imposibilidad de la marcha atrás. La no recuperación de lo perdido acompañado de sentimientos de tristeza, dificultad para mantener la atención, trastornos del sueño y del apetito, sentimiento profundo de soledad, de futuro incierto. Aquí son frecuentes las conductas de riesgo o suicidios.

Fase de recuperación o aceptación: en esta fase se acepta la realidad. Los recuerdos ya no conllevan un sufrimiento emocional descompensante, de tristeza o ansiedad. La persona ha logrado reintegrarse al tren de la vida.

El pasar a través de todas estas fases es algo normal y aconsejable. La duración normal de un duelo se establece en torno a un año. Los problemas surgen cuando la persona no elabora el duelo de forma adecuada provocándose a largo plazo trastornos más graves como el trastorno por estrés postraumático.

Este último está caracterizado por la reexperimentación persistente de un suceso traumático en el que se ha visto amenazado la integridad física del individuo o la de otros. Aparecen los siguiente síntomas:
-Recuerdos recurrentes que provocan malestar (imágenes, pensamientos, percepciones).
-Pesadillas recurrentes.
-Se revive la experiencia como si estuviera volviendo a suceder (Flashback, alucinaciones, ilusiones...).
-Evitación persistente de estímulos asociados al trauma (evitan lugares, personas, conversaciones, pensamientos...).
-Sensación de desapego hacia los demás.
-Sensación de futuro desolador.
-Síntomas de aumento de la activación tales como: problemas de sueño, irritabilidad, hipervigilancia, respuestas exageradas de sobresalto.

Al contrario de lo que creemos a veces, debemos fomentar que el sujeto hable de lo acontecido, que lo exprese en forma de llanto u otras manifestaciones. Necesita que se le escuche una y otra vez, no que se intente desviar la conversación hacia otros temas no dolorosos. Es conveniente ayudarle a identificar sus sentimientos y a encontrarle vías de expresión adecuadas. Es normal que experimente sentimientos encontrados de culpa, rabia y vergüenza. En el caso de catástrofes es importante señalar el síndrome del superviviente, en el cual el individuo suele sentirse culpable de haber sobrevivido a la tragedia, mientras otros perecían.

Es también conveniente ayudar a que realice cualquier tipo de rito funerario y reevaluar sus sentimientos como algo normal a la situación vivida, sin sentirse estigmatizado por ello.
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