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portada La Noche de los Tiempos
Ficha del Libro:

Título: La Noche de los Tiempos    comprar
Autor: Antonio Muñoz Molina
Editorial: Seix Barral
I.S.B.N.-10: 843221275X
I.S.B.N.-13: 9788432212758
Nº P´gs: 958


La Noche de los Tiempos
por Lale González-Cotta

De la misma forma que los supersticiosos se abstienen de revisitar los lugares donde han sido felices por temor a malograr los recuerdos, los lectores que gozamos con la penúltima obra de algún autor favorito nos acercamos con aprensión a la más reciente, temiendo que quede ésta por debajo del listón que la anterior dejó tan alto. Cuando no creíamos que fuese posible escribir mejor y abducidos aún por la memorable El viento de la luna, vuelve Muñoz Molina con un novelón que ronda las mil páginas que, además, como si se propusiera desafiar el hastío de nuestra vapuleada memoria histórica, se atreve con la Guerra Civil española.

Como cabía esperar del ubetense (sólo por ello nos avenimos a la indigestión de páginas) no se trata de una novela más sobre la Guerra Civil. El funesto conflicto fratricida es sólo una ventana -como aquellas de Manhattan- desde la que el escritor contempla la épica de cualquier guerra repercutida en la épica interior de las personas sometidas a situaciones extremas.

Ignacio Abel, arquitecto socialista y burgués, ha logrado eludir la catástrofe y se encuentra a salvo en un tren neoyorquino con rumbo a un brumoso destino. El trayecto en tren es también el que emprende la memoria: la inmediata, abarcada por sus amores clandestinos y adúlteros con la joven Judith Biely en las inmediaciones de 1936, y la memoria de largo alcance en la que añeja su precaria juventud de huérfano y su gradual promoción gracias a un matrimonio de conveniencia que discurre a un ritmo de “tedio sin drama” (pág. 130). La escisión sentimental de Abel coincide con la del país, y desde las profundidades este doble colapso emergen sus hasta entonces ignoradas contradicciones.

Retumban al fondo los ecos del fragor de la contienda: las tropelías de falangistas y republicanos, las soflamas importadas por el comunismo y el anarquismo, el miedo, el crimen macabro, todo ello sobre el excepcional fresco de una guerra de pobres con ínfulas de gran ejército, arrastrados al frente por una idea de la guerra no exenta de folclore, como si se tratase de “una variante de las tradicionales fiestas españolas de verano” (pág.712). Sin embargo, Muñoz Molina ha sabido sacudirse la demagogia imperante y retrata un conflicto sin buenos ni malos, producto de una demencia colectiva y bárbara y de un atraso secular. En este sentido, espejean a lo largo de la novela las memorias de Max Aub, de Julián Marías y, en especial, las del diplomático chileno Morla Lynch, que durante el 36 convirtió la Embajada de Chile en Madrid en refugio para represaliados de ambos bandos, entre ellos el escritor y falangista Rafael Sánchez Mazas.

La espléndida galería de personajes ficticios se funde con ciertas figuras históricas: Moreno Villa, Negrín (deslumbrante, implacable con la imagen pintoresca de España), Pedro Salinas o Bergamín. Por otra parte, resulta entrañable la triste figura del profesor Rossman, cuya clarividencia estéril no le ayudó a prevenir su pasado ni a corregir su porvenir. Igualmente atractivo es también ese otro personaje, subrepticio y omnisciente, Philip Van Doren, el cual asiste desde una distancia al espectáculo de la vida de los otros, como pasatiempo de consentido niño rico hastiado de su monótona abundancia.

En cuanto a la voz narrativa el propio autor ha declarado en alguna entrevista que se vio impelido a intervenir como narrador vouyerista. Algunos no percibimos tal necesidad; más bien al contrario nos estorba esa voz extemporánea que irrumpe cuando nadie recuerda que existía, disolviendo la ilusión de la que parecía una imperceptible, y por tanto eficiente, tercera persona.

Reencontramos la prosa superlativa del autor de El jinete polaco: caudalosa, descriptiva, con la minuciosidad de observador superdotado que en la actualidad quizá sólo sepa igualar Javier Marías. Probablemente si la novela hubiese prescindido de trescientas páginas el resultado habría sido igualmente genial. El problema es que, al no ser esta una de esas novelas a las que, según Truman Capote, “les sobra mecanografía y les falta literatura”, ni autor ni lector tienen claro dónde debió imponerse la tijera.
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