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portada La Bella Otero
Ficha del Libro:

Título: La Bella Otero    comprar
Autor: Carmen Posadas
Editorial: Planeta
I.S.B.N.-10: 8408045504
I.S.B.N.-13: 9788408045502
Nº P´gs: 400


La Bella Otero
por Antonio Ruiz Vega

  La autora confiesa que nunca terminó de decidir si iba a escribir una biografía novelada o a secas, y el resultado, como se ve, es híbrido, donde se entremezclan las partes, digamos "históricas" (si esto fuera posible porque, como veremos, la vida de la Otero es un verdadero barullo) con otras puramente literarias escritas desde el punto de vista de la dama cuando, ya provecta, en Niza, pasa revista a su largo devenir.

Una de las cosas que sorprende de la apasionante vida de Carolina Otero es su longevidad increíble. Murió en 1965 a los ¡97 años! Hay que decir que se retiró a los 46 años, en 1914, y que desde el final de la II Guerra Mundial estaba completamente arruinada debido a su pasión por el juego. Cómo y porqué se mantuvo viva desde entonces es un enigma, sobre todo en una persona que, a toda costa, quiso mantener la imagen de juventud y belleza, para que el público la recordara así.

La historia irrepetible de esta dama comienza en la pequeña localidad de Valga (Pontevedra), donde nace en una paupérrima familia, en 1868. A los 11 años es violada brutalmente por Venancio Romero que se dio a la fuga. La niña quedó malherida, con graves desgarros y rotura de pelvis: los médicos que la trataron concluyeron que nunca podría concebir, como así fue. En cuanto a los desgarros sicológicos, qué decir. Muchos autores ven en su posterior desapego e impiedad hacia los hombres la huella de este trauma. Posadas opina, no obstante, que siendo una mujer fría no era verdaderamente frígida.

Bailarina mediocre, cantante apenas correcta, actriz del montón (aunque, en ocasiones, tuvo momentos de rara intensidad como danzante, llegó a cantar ópera con cierto éxito de crítica y en manos de un buen autor tuvo un corto periodo de éxito como actriz), la belleza de la Otero resulta, para el gusto actual, algo incomprensible, pero es evidente que en su tiempo no opinaban lo mismo. Hay en las fotos de juventud un cierto candor, una cierta frescura rural evidente, pero es duro de creer que llevara por la calle de la amargura a casi todas las testas coronadas de su época por no hablar de los siete suicidios (le llamaban "la esfinge de los suicidas") que provocó. Había entre sus contemporáneas mujeres que hoy nos parecen más bellas, como Cleo de Merode, aristócrata y meretriz que también alcanzó gran éxito en su tiempo.

Parte de su éxito puede proceder de la imagen de exotismo que supo vender en Europa y América. Curiosamente, siendo gallega por los cuatro costados (cuando se enfadaba, cosa que solía hacer con bastante frecuencia, maldecía en gallego), se hizo pasar exitosamente por andaluza y hasta circularon documentos de identidad que la hacían nacer en Cádiz.

Otra explicación sería que tuvo la suerte de aparecer en Nueva York, donde alcanzó su primer éxito, precedida por una inteligente campaña de prensa que le urdió quien fue su descubridor y manager Ernest Jurgens. En Nueva York aparece como una exótica condesa española que además ha triunfado en París, cosa que estaba lejos de ser cierta. Y cuando regresa a París lo hace ungida por el éxito incontestable que alcanza en América, pese a que una parte de la crítica no pudo menos que constatar sus limitaciones. Dejó escrito "ayer pude `escuchar´ bailar y `ver´ cantar a la Bella Otero". En cualquier caso no sólo consiguió triunfar sino introducirse en la alta sociedad neoyorquina, convirtiéndose en amante del millonario Vanderbilt. Para Jurgens comenzaba un calvario que terminaría con su suicidio. Primero porque todos los gastos de promoción corren de su cuenta: está rendidamente enamorado de su representada y sufre en silencio verla en manos de otros hombres. Por amor a ella defrauda a la empresa para la que trabaja y pronto el éxito económico de la Otero se edifica sobre su ruina.

Pero la carrera de La Bella es ya imparable, pronto, en los últimos años del siglo XIX, el mundo se pone a sus pies, continente tras continente, pero es sobre todo París el hábitat donde mejor se mueve, que le convierte en consustancial, su caldo de cultivo.

Aparte del propio presidente de la República francesa, Aristide Briand, se pasará por la piedra al Príncipe de Gales (no muy buen amante, aunque generoso, según dejará dicho), al Kaiser Guillermo II, al zar Nicolás II, Alberto I de Mónaco, Leopoldo de Bélgica, el emperador del Japón y según algunos (Carmen Posadas no lo cree así), al propio Alfonso XIII quien era tan joven entonces que, en todo caso, la Otero fue su iniciadora al sexo.

Todos ellos, y muchos otros, fueron enormemente generosos con ella, una mujer que varias veces afirmó que la cualidad que prefería en un nombre era la generosidad. Yates, palacios, una isla entera le regaló el emperador del Japón. Y sobre todo joyas, verdaderos conjuntos de gemas formando pectorales, tiaras, o gruesos solitarios como un monstruoso diamante valorado en más de 500 millones de pesetas de la época.

Carmen Posadas se ha tomado la molestia de consultar a un economista para que traduzca a magnitudes contemporáneas la fortuna que llegó a acumular la Otero y que poco a poco fue dilapidando en la ruleta. Algo así como 68.000 millones de pesetas actuales, que desaparecieron velozmente cuando la dama dejó de ejercer y se dedicó "full-time" a visitar los casinos de postín.

El origen de esta obsesión, que puede tener un factor compensatorio de su frialdad sexual, algunos la cifran en un episodio casual acaecido en un casino, cuando olvidó una ficha en el rojo y este color salió 26 veces seguidas, produciéndole un buen rédito. Aunque ocasionalmente repitió estas buenas rachas, lo normal es que perdiera cantidades cuantiosas, hasta 300 millones de pesetas por noche, lo que no había economía personal que lo aguantara. Algunos "croupiers" poco discretos mantienen que en noches de mala racha, ya al final de su carrera, pero todavía de buen ver, reunió hasta 10.000 dólares (que volvió a perder rápidamente) en una sola noche yéndose a la cama con una decena de caballeros (sucesivamente). Otro de sus records mundiales es el de haber mantenido fogosas relaciones sexuales sobre el cielo de París a bordo de un globo aerostático, experiencia que aconseja encarecidamente a toda mujer que se precie. Su "partenaire" fue el barón de Lepic, el año, 1909.

Otra vez, en Moscú, la sirvieron en pelota en una bandeja de plata a la mesa del zar, el cuál le dejó una fortuna monstruosa en bonos que invalidó la revolución soviética.

Proust y D´annunzio siguieron sus pasos y la incluyeron en sus obras. Una dedicatoria del italiano estaba entre los poquísimos recuerdos que la pobre Otero atesoraba todavía a su muerte, en Niza.

Mientras, en su pueblo natal, el párroco recibía en ocasiones extraños regalos. Con sus carísimos vestidos de fiesta se elaboraron capas para vírgenes y santos, y hasta Bonafoux lo dejó por escrito en alguna de sus obras, puesto en boca de la propia Otero. No es que ella se acordara mucho de sus convecinos, no debía de tener muy buenos recuerdos y, por lo demás, recordemos que alardeaba de gaditana. En una ocasión, en Buenos Aires, armó una buena zapatiesta cuando un gallego la interpeló a gritos y algunos creen que le identificó como el violador de su infancia.

Lo cierto es que, como hemos dicho, tras una exitosa carrera decide retirarse a los 46 (Carmen Posadas constata que esa es precisamente su edad, al escribir este libro) y se inicia así una larga, larguísima decadencia, que dura hasta 1965, lo que parece excesivo. Ya a partir de 1945 su vida es un puro languidecer, seguramente dependiendo de una exigua pensión que podría proceder de algún fondo a plazo legado por un admirador, que le permitía apenas subsistir. En los años de la posguerra, a fin de intentar conseguir una pensión del estado francés reclamó su acta de bautismo y más adelante se dirigió (en 1950) al embajador de la "República Española" (¿) para donar su fortuna, a su muerte, a los pobres de Valga. Fortuna que sólo existía en su imaginación, salvo un cofre lleno de títulos del tesoro ruso que conservó hasta su muerte y que, en sus últimos años, intentó negociar nada menos que con el gobierno soviético a través de un abogado comunista.

El libro está logrado, mantiene el interés, se nota que la autora ha quedado tan prendada como va quedando el lector de su personaje y eso que muchos aspectos de ella no le gustan ni poco ni mucho, cosa comprensible. En cualquier caso la saca del tópico, donde su figura estaba sumida, y le ventila bastante del olor a naftalina poniendo de actualidad un misterio con un poder de conturbación todavía inexplicable, un fenómeno de masas en una época en la que los medios estaban en pañales. El misterio de la Otero no queda explicado, afortunadamente, ni el porqué de su atractivo animal, ni el drama íntimo de una vida que no parece precisamente feliz. Un buen libro que cuesta quitarse de las manos y que deja un poso agridulce, de hojas muertas, de "así pasan las glorias del mundo...".
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1 - Cuac

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