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| Juanito Valderrama
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| por Antonio Ruiz Vega
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El personaje, de indudable extracción popular, es con todo un digno testigo de su tiempo y aunque sin duda juega a un papel astuto y ambiguo sobre sus posicionamientos políticos, se trasluce que estaba más enterado de lo que aparenta de los mecanismos sociales y políticos de su tiempo. Habla con distanciamiento de los dos bandos e incluso recalca su amistad con un falangista, su sastre en Madrid, que cayó acribillado por los frentepopulistas, pero su adscripción a la causa de la República es bastante clara
Su pertenencia a una familia relativamente próspera en su Torredelcampo (Jaén), donde nace en 1916, no le aparta del contacto con ese mundo elemental del cante popular al que continuará ligado toda su vida, que será el caldo de cultivo de donde extraerá toda su inspiración como "cantaor".
Esta extracción, esta falta de estudios que él explica por su temprana afición al cante y por una sanísima aversión al trabajo, sea intelectual o físico (el libro está plagado de ejemplos), no es obstáculo para que una inteligencia despierta como parece serlo la suya se percate de muchas cosas y aprenda muchas otras de modo intuitivo. Las reflexiones que hace sobre la república, la guerra civil, los dos bandos, son de innegable profundidad y revelan un conocimiento que va más allá de lo superficial, lo que en principio choca a un profano en estos temas, que asimila la España cañí de la que es quintaesencia Valderrama (hasta caricatura) con el atraso y la incultura.
El libro está plagado de anécdotas, y eso que el autor –salvo en algunos pasajes muy concretos– no es un humorista "a la andaluza" y en eso se muestra muy jienense, con ese carácter algo espartano e introvertido, a medio camino entre lo propiamente andaluz y lo castellano.
En alguna parte de este libro explica cómo comenzó a cantar cuando la tecnología estaba todavía en los rodillos de cera y los primeros discos de pizarra ("placas") y las radios de galena y cómo concluyó su carrera en un mundo digital y satelizado. 70 años redondos de profesión dan para mucho y merecen, por supuesto, un respeto.
Sería a los 8 o 9 años, en su Torredelcampo, cuando acude a las tabernas y colmados a escuchar, con otros aficionados, las primeras placas de pizarra grabadas con la voz de Manuel Vallejo o de Marchena, de quien luego sería amigo y hasta le hospedaría en Jaén, durante la guerra (e intentaría enseñarle a leer, él que apenas sabía, pero Marchena a la tercera lección le espetó, muy digno y de usted, porque Marchena se dirigía a todo el mundo de usted, "– Juan, yo le agradezco mucho todo lo que usted está haciendo por mí pero le voy a decir a usted una cosa: mientras los panaderos de Andalucía hagan pan, yo comeré…"). En aquellas primeras sesiones, con las gramolas de bocina, tipo La Voz De Su Amo ("maquinillas cantaoras", les llamaban) salían émulos de los maestros que trataban de imitarlos. Valderrama, consciente de sus dotes desde un principio, añade: "Pero el que acababa con el cuadro era yo".
Siempre tuvo una gran fe en su vocación y en su destino, aunque este quedó circunstancialmente aparcado muchas veces, como pasó con la guerra.
Cuenta anécdotas de su infancia, algunas verdaderamente hilarantes, como cuando, en Mayo, ponían un altar a la virgen lleno de flores y vegetación y a una gallina le dio por poner allí los huevos, y el niño Valderrama se los llevaba a su madre diciéndole: "Que la virgen ha puesto un huevo"…
Las anécdotas son numerosas y sería prolijo incluso enumerarlas. En conjunto, un trasfondo de la historia reciente de España y un personaje digno del Siglo de Oro y su picaresca. |
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