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portada Cartas De Amor Salvaje
Ficha del Libro:

Título: Cartas De Amor Salvaje    comprar
Autor: Paula Izquierdo
Editorial: Aguilar
I.S.B.N.-10: 8403092083
I.S.B.N.-13: 9788403092082
Nº P´gs: 241


Cartas De Amor Salvaje
por Antonio Ruiz Vega

  En la introducción la autora advierte sobre cuáles han sido los criterios de elaboración de este libro. Se ha ceñido a la correspondencia mantenida por –y a veces entre– escritores por pensar que así el interés estaba garantizado. Lo de "salvajes" podría intercambiarse por "apasionadas" y hasta sería más preciso o correcto, pero puede que sonase a demasiado manido, así que el "salvaje" funciona como llamada, aunque sólo corresponde a la realidad un poco forzadamente.

Por fin: se ha optado por cartas escritas desde finales del XIX y el siglo XX completo. Ello, se nos dice, por garantizarse así que el concepto de amor sea contemporáneo y como tal inteligible. En cuanto al elenco, está lo más granado de la literatura hispana (La Bazán y Galdós, Unamuno y Delfina Molina) y, sobre todo, la universal (Oscar Wilde, Joyce, Dora Carrington, Scott Fitzgerald, Kafka, Eluard y Gala, Sartre y la Beauvoir, Bowles y, para finalizar Henry Miller y su postrer amante, Brenda Venus, junto a otros francamente desconocidos).

Hay de todo, como en botica, desde los amores algo vodevilescos de Galdós y la Bazán, que motivan cartas llenas de epítetos algo chuscos a la pura pornografía escatológica de las misivas cruzadas entre Joyce y su compañera Nora Barnacle, donde no se cortan un pelo. Calificar de correspondencia amorosa la intercambiada entre don Miguel de Unamuno y la argentina Delfina Molina es, por lo menos, algo exagerado ya que parece claro que el escritor jamás correspondió los amores unilaterales de la obesa Delfina, hacia la que tuvo desprecios notorios que, pese a todo, en nada menguaron la devoción algo enfermiza que sintió por don Miguel.

El tono más subido es, como llevamos dicho, el de Joyce y Nora, que bordea la pornografía pura y dura, con refinamientos, aunque algunas de las últimas cartas entre Henry Miller y su musa epilogal, Brenda Venus, luego más conocida como Brenda Miller (quien mantiene, en la actualidad, una página Web que debe ser la delicia de erotómanos inveterados) no le van a la zaga. Hay que decir que Henry Miller, que conoció a Brenda a los 84, la fuerza se le iba en salvas y que la relación entre ambos, que se supone estrictamente platónica, rondó la babosería, a juzgar por las reptantes expresiones de incondicional entrega de que hizo gala Miller. A eso se llama chochear en tierra de garbanzos. Más fino hilaban Bowles y Jane Auer, ambos homosexuales de distinto bando y pareja originalísima de la cual se ignora todavía porqué se casaron, porque para perseguir él moritos y ella moritas por las jaimas no había necesidad de pasar por la vicaría. A la Auer, en fin, la debió pasaportar primero hacia lo locura y luego hacia la muerte su esquiva amante mogrebí Cherifa.

Lo verdaderamente difícil en este libro es encontrar un sólo ejemplo de pareja encomiable y/o ejemplar, pues parece rizarse el rizo de la perversión (salvo en los dos casos españoles, los más sosos con mucho). Tenemos, por ejemplo, los amores lesbianos entre Vita Sackville y Violet Trefusis o los desvaríos (llevados magistralmente al cine) de Lytton Strachey (homo) y Dora Carrington (de enfermiza sexualidad con ribetes de frigidez), etc.

También palabras gruesas y alusiones intermitentemente masturbatorias se intercambiaron Gala y Eluard hasta que la rusa decidió tomar partido por Salvador Dalí. Las relaciones subsiguientes entre Gala y Eluard, que murió enamorado de la conocida ninfómana eslava, forman parte sin duda de la historia del sadomasoquismo.

Al menos estos casos no son tan decididamente coñazos como los intercambios epistolares del neurótico Kafka y su dudosa musa Milena, finalmente gaseada por los nazis pero no antes ¡ay! de dar lugar a un centón de cartas grises y opresivas.

O los juegos perversos entre Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre que a menudo incluían terceras personas a las que solían tiranizar, en algunos casos hasta llevarlas a la locura y al mismo borde de la muerte, como fue el caso de Bianca Lamblin, quien no dejó de ponerles en evidencia tras su muerte.

El libro no deja un poso muy agradable, existen algunos rasgos de sentimientos elevados aquí y allá, pero el tono general es denso y mefítico, con olores amoniacales a descomposición o a puro excremento en muchos casos.

Se echa en falta la inclusión en esta antología de las famosas "Cartas A Olga" de Waclaw Havel, que no hubieran desentonado aquí a no ser por su escasa significación erótica (son más bien un ladrillo).
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